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Este bonito y elegante
Pegaso es el último Z102 superviviente de la fábrica, y se muestra aquí
con Wifredo Ricart, el hombre responsable directamente del programa
Pegaso, junto con parte de su equipo de diseño |
Tras casi sesenta años
escribiendo sobre coches, se podría esperar que Roger Barlow estuviera algo
agotado. Pero su voz brilla todavía de excitación cuando habla del Pegaso (página
104), una maravilla del diseño y la ingeniería producida en España a
comienzos de los cincuenta.
“Lo más especialmente interesante del Pegaso”, dice, “es que apareció
totalmente criado, no como un desarrollo a lo largo de un período de tiempo.
Realmente, era un coche fenomenal –era incluso avanzado comparado con los
Ferraris contemporáneos.
Nosotros en California no habíamos visto ninguno en realidad, sólo leído
sobre ellos, pero sabíamos que el Pegaso era un coche de enorme glamour y anhelábamos
vehementemente el poder conducir uno algún día.” Como culminación de años
de interés, Barlow visitó en 1968 la fábrica Pegaso y conversó con Wifredo
Ricart, el ingeniero responsable del legendario vehículo. Barlow estaba, y aún
está impresionado por los logros y la estatura de Ricart, a quien mantiene por
su trayectoria “entre la media docena de mejores ingenieros del mundo”

CON EL ULTIMO PEGASO
Una visita a la fábrica refresca las memorias como si fuera ayer.
A comienzos de 1968 me encontraba en España, trabajando como Director de
Fotografía de la versión cinematográfica de la obra de Peter Shaffer, La
Cacería Real del Sol. Durante un descanso en el periodo de pre-producción, le
pedí a una de las secretarias españolas de la película que llamara a la
Empresa Nacional de Autocamiones y les preguntara si se me permitiría, como
escritor de artículos del automóvil, entrevistarme con alguien de la casa para
hablar del programa de coches deportivos cancelado hacía mucho tiempo. Ésa
misma tarde se recibió una llamada anunciando que el Señor Barlow podía
conocer al ingeniero, entonces jubilado, que había liderado el proyecto del
Z102. A la mañana siguiente el fotógrafo, un intérprete y un servidor nos
presentamos en su oficina de consultoría.
El intérprete no fue, en absoluto, necesario: el impresionantemente erguido
septuagenario hablaba múltiples idiomas –con fluidez en todas las lenguas
latinas y sorprendentemente con desahogo en inglés, con sólo unos pocos lapsos
en terminología técnica. Pronto me enteré que a pesar de haber planeado una
serie inicial de 200 coches, sólo 100 fueron construidos entre 1951 y 1957. Al
preguntarle por qué se escogió fabricar un coche tan complejo, sofisticado y
caro en vez de un coche para el mercado de masas español, el Señor Ricart
explicó las razones tras el Z102 cuando el proyecto se gestó a finales de los
cuarenta.
Había tres consideraciones: en primer lugar, había de ser una demostración
sorprendente y efectiva de la capacidad del departamento de diseño de Pegaso,
incrementando el prestigio de la firma en el creciente mercado de exportación
de camiones y autobuses a Latinoamérica; segundo, un coche tan caro no alcanzaría
volúmenes tales como para interferir con la vital producción de vehículos
pesados y motores diesel, que eran la savia de la empresa; y tercero y más
importante, el desarrollo y fabricación de un coche complejo y de alta calidad
conllevaría un valioso adiestramiento y experiencia práctica a numerosos
ingenieros y mecánicos, al tiempo que impondría mínimas exigencias sobre
instalaciones y materiales. Fabricar el Z102 ha sido uno de los más excitantes
programas de formación que han existido nunca.
Cuando le pregunté si sería posible ver un Z102 en vivo, o incluso un motor,
en Madrid, el Señor Ricart me guiñó un ojo al tiempo que contestaba, “Señor
Barlow, si tiene Vd. tiempo mañana, estaré encantado de arreglar nuestra
visita al departamento de investigaciones de Pegaso, donde todavía tienen
algunos componentes del Z102”. Semejante visita a la fábrica Pegaso era como
si el Papa te acompañara a un tour del Vaticano. Aunque oficialmente jubilado,
Ricart era todavía fundamentalmente “el señor grande”. Todo el mundo le
conocía, y el respeto y el afecto hacia él eran evidentes en cada taller y
oficina.
Por fin, llegamos a un sector donde era obvio que nos esperaban alrededor de
media docena de personas. Las presentaciones dejaron claro que éstos
–ingenieros, mecánicos y un piloto de pruebas- fueron parte del proyecto del
coche deportivo. Con garbo propio de un matador de toros, uno de los mecánicos
pasó a retirar la cobertura protectora que cubría un inmaculado Pegaso biplaza
de color blanco. Brillante y reluciente, era absolutamente tan impresionante en
la realidad como aparecía en las páginas de las revistas de coches europeas de
diecisiete años antes.
En una habitación contigua, montado sobre un banco de pruebas y girando entre
ronroneos al ralentí, conectado a un laberinto de tubos, cables y mangueras,
había un motor V-8, totalmente diferente de la unidad de cuatro árboles de
levas montada en el coche. Si el programa de coches deportivos hubiera
continuado, este gran motor de 4,5 litros de balancines, una especie de Chrysler
Hemi diseñado con más estilo, habría reemplazado al motor de cuatro árboles
de levas, que gustaba de altas revoluciones e increíblemente ruidoso. Con la
potencia máxima a 1.000 ó 1.500 revoluciones menos y con mucho más par
disponible en toda la gama de revoluciones, el mayor motor se habría ajustado
mejor a los gustos del comprador actual de un Porsche 928, un coche no demasiado
diferente del Pegaso en su concepción.
Uno de los empleados de Pegaso me presentó a un americano en Madrid,
W.D.Tellman, que había comprado un Pegaso coupé con bastante uso encima para
llevarse a Texas. Nos encontramos durante una hora un domingo por la tarde justo
antes de su partida, llevándome a dar una vuelta en su Pegaso y luego dejándome
conducirlo unos minutos. Estábamos dentro de la ciudad, no en carretera abierta
como yo habría preferido, pero el paseo me transmitió un montón sobre este
maravilloso purasangre.
La suspensión era similar a la del Corvette de 1985, claramente firme a poca
velocidad pero capaz de un paso de curva inmutable que daba toda la sensación
de que se podría entrar al doble de velocidad. La extraña colocación de las
marchas en la palanca, con la primera a la derecha y la quinta a la izquierda,
me hacía inhibirme durante el corto tiempo en el que conduje el coche, y en
ningún momento me acostumbré a la caja de cambios Como el coche no era mío,
no podía resignarme a ignorar el embrague e insertar las marchas de un golpe, a
la velocidad exigida por el diseño de dientes rectos de la caja. El problema es
que uno está condicionado por demasiados años de vida fácil con perezosas
cajas de cambio sincronizadas. Pero, mientras esto ocurría, la caja de cambios
tocaba su excitante concierto de engranajes, árboles de levas y válvulas.
El coche, de entonces quince años de edad, estuvo a la altura de mis románticas
expectativas en todos los sentidos, y lo habría comprado al instante si hubiera
estado a la venta. Incluso hoy estaría encantado de conducir un Pegaso de 1954
todos los días. Aparte de sus frenos de tambor en vez de discos y de sus
carburadores en vez de inyección, el Pegaso estaría tan al día en cuanto a
características técnicas como cualquier coche deportivo nuevo, a pesar de
tener treinta y cinco años. En lo que respecta al confort que se supone
proporcionan el estéreo y el aire acondicionado, yo me conformaría con quitar
el techo y escuchar a ese motor....- Roger Barlow.
· Texto: Automobile, Junio 1989
· Traducción: mortinson
· Gracias a cisco por el texto y las fotos
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