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De la
chatarra a la gloria

Tiene los rasgos felinos de una máquina de competición, la
fiereza de un biplaza creado para enfrentarse con los circuitos más castigadores. Es el Pegaso
Z-102 Spyder Touring Competición, el diseño más logrado del increible Wifredo
Ricart, un coche destrozado en los entrenamientos de Le Mans de 1953, que ha
vuelto a la vida gracias al empeño de un equipo de artistas de la mecánica capitaneado
por el americano Stephen Block.
Es un ejemplar único, irrepetible, uno de los reyes de las últimas Mille Miglia
disputadas en Italia. Block está orgulloso de su coche y su emoción llega hasta el
paroxismo cuando conduce este lujo blanco-nacarado por carreteras flanqueadas de
espectadores, por fanáticos capaces de apagar el rugido del motor con sus gritos de
admiración cuando el compresor silba hasta el infinito, momento en que el Pegaso sale disparado hacia delante, al tiempo que deja en el asfalto las huellas negras de sus
ruedas maltratadas, la mejor tarjeta de visita de una violencia desenfrenada.
La criatura más estremecedora de Wifredo Ricart ha vuelto a la vida tras
un larjuisimo proceso de reconstrucción, trás casi ocho años de trabajos forzados que
han transformado una chatarra deforme en una pieza perfecta, idéntica a la pilotada por
Juan Jover y el Principe de Meternich en la prueba francesa de resistencia, un coche que
era capaz de alcanzar los 231 kilómetros por hora de velocidad punta en la recta de Les
Hunadières, según comentan Coma-Cros y Mosquera en su libro «Wifredo Ricart, la
pasión del automóvil», la obra de consulta por excelencia para todo lo
referente a los Z-102, la «biblia» de todos los «pegasistas».
La historia de ese renacimiento comenzó en 1981 cuando Stephen Block compró unos restos
de desguace distinguidos por una placa curiosa, la placa Pegaso con el
número de chasis 0145, que autentificaba la nobleza de un chasis que sólo tuvo, en su
momento, dos hermanos gemelos, dos hermanos que viven todavía en tierras españolas pero
en condiciones bastante deplorables.
El coche que Block encontró en tierras americanas estaba carrozado como un coupé, con
capota dura, mientras que su motor, un ocho cilindros en V, había perdido el compresor
Roots que daba su tono enérgico al conjunto. La máquina de competición herida en Le
Mans, destrozada en un accidente que estuvo a punto de costarle
una pierna a su piloto, Juan Jover, se reconstruyó en Pegaso bajo una
idea más pacífica. Para la mecánica se buscó una solución tranquila, un motor
atmosférico de ocho cilindros en V con 3,2 litros de cubicaje, mientras que la
carrocería, disfrazada de coupé, perdió su agresividad primitiva. El coche reconstruido
sirvió de modelo para el catálogo Pegaso de 1955.
Ese mismo coche pasó por otros tres dueños más antes de llegar a Estados Unidos en
1963; en ese momento sufrió la peor afrenta de su vida, la sustitución del motor Pegaso original, estropeado, por un motor Ford V-8, mucho menos noble, mucho más vulgar.
Esa fue la máquina bastarda que Stephen Block adquirió en 1981. La transformación, una
verdadera metamorfosis, comenzó a gestarse desde aquel mismo instante, una metamorfosis
salpimentada por detalles curiosos, cómicos, claves para entender la vuelta a los
orígenes de esta máquina.
Uno de esos detalles se relaciona con la adquisición del compresor volumétrico. El
aficionadísimo e insistente Block había localizado un compresor Roots original en su
tercera visita a la factoría barcelonesa de la marca; el compresor estaba almacenado en
Madrid y ante esa contingencia el americano no dudó en subirse al primer avión del
«puente aéreo» para recoger la pieza con sus propias manos, para acariciarla.
Una operación aparentemente sencilla se convirtió, de golpe, en una auténtica jugada
rocambolesca; el taxi dejó a Block en una puerta equivocada del complejo Pegaso,
de dimensiones espectaculares; el taxi, una vez cumplida su misión, desapareció con su
maletín, con todos los contratos y con las referencias. Una llamada a la policía tras
encontrar la puerta exacta, solucionó el problema en menos de una hora y el «pegasista» pudo retomar a USA con el compresor facturado como equipaje de mano, para no perder de
vista una pieza tan preciada.
La tarea de reconstrucción del Z-102 Spyder Touring Competición siguió
en distintos frentes. El motor adquirido por este conocedor en una subasta estadounidense
carecía de muchas piezas fundamentales, elementos que debieron fabricarse de forma
artesanal; los escapes se conformaron en una fundición califomiana a partir de unos planos
adquiridos a la propia Pegaso; Ivan Zaremba y Chuck Mathewson se
encargaron del ensamblaje de todo el conjunto; Ross Cumming y David McCharthy se
enfrascaron con el motor, obsesionados siempre con la localización de un carburador Weber
especial para este motor, un carburador idéntico al montado por los monoplazas Maserati 4
CLT de Gran premio; mientras Don Nichols, antiguo propietario de una escudería de
Fórmula 1, hizo un frontal perfecto, con capó incluido, sobre la base de unos bocetos
realizados en nuestro país por otro «pegasista» apasionado.
Las tareas de búsqueda, de montaje, han durado más de ocho años, pero el resultado
final es impecable, perfecto, es un Pegaso excitante, con 286 caballos
mecánicos de la mejor raza, un verdadero misil que exige manos de hierro a su piloto. Un
coche de valor incalculable, más joven que el modelo original, con detalles como el color
de su carrocería, un tono marfil elegido por el propio Carlo Bianchi Anderloni, impulsor
de los talleres Touring, el responsable de los rasgos irrepetibles de este Pegaso
Z-102 Spyder; elección hecha tras examinar una serie de muestras presentadas a
su examen.
Stephen Block no ha rehecho el Pegaso para encerrarlo tras cuatro paredes
y esperar a que su cotización alcance cifras astronómicas, todo lo contrario, lo ha
llevado al campo de batalla, a las Mille Miglia de 1989. El entusiasta americano
consiguió acabar la prueba sin problemas, toda una heroicidad si se tiene en cuenta la
fragilidad crónica de todos los Pegaso.
Block se situó en la línea de salida de Brescia con una sensación especial, la
sensación de sentirse contemplado por «los ojos de España», y así llegó a la meta,
envuelto siempre en el rugido armonioso de un ocho cilindros salvaje, capaz de deglutir,
sin el menor rubor, más de treinta litros a los cien kilómetros, y eso sin el compresor
empeñado en soplar «rayos y centellas» en un motor de carreras que pide a gritos un pie
derecho pesado.
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