
Ralph Stein junto al Pegaso
Cúpula
Tengo ante mi
el libro de instrucciones del Pegaso Z-102, encuadernado en piel roja,
estampado en oro, con un estuche de papel entelado, dorado y decorado en
acuarela, que debe ser el más lujoso de los libros destinados a recibir las
grasientas huellas digitales de los mecánicos. Sospecho que este libro me lo
regalaron como una especie de premio por haber sobrevivido a la experiencia de
una demostración realizada por el probador de fábrica y corredor, Sr.
Palacio.
En 1953 un
distribuidor de automóviles de Long Island tuvo la idea de que podía vender el
astronómicamente caro, enormemente complejo, pero maravillosamente construido
coche de sport Pegaso. Tras importar media docena de estas exóticas máquinas
montó un extraño establecimiento para su venta. Un zalamero jefe de ventas de
habla castellana dirigía un staff de jóvenes mujeres. Estas señoritas ligeras
de ropa y maquilladas como coristas formaban el equipo de vendedoras.
Una de ellas me
sacó para una prueba en un cupé‚ sugiriendo que yo tomara el volante.
Al principio conduje con prevención, tan ligero bruto parecía. Pero al cabo de
unas millas empecé a divertirme. La dirección era rápida y precisa.
El cambio de
cinco velocidades aunque desprovisto de sincronización respondía
maravillosamente a un manejo imperito. El motor subía de régimen nada más
tocar el acelerador haciendo todos los ruidos justos, acaso demasiados para un
coche cerrado. En algún aspecto era un delicioso anacronismo, se parecía
más al duro automóvil de competición de los años veinte o treinta que
a las suaves máquinas a las que estamos acostumbrados en 1953. Lo único que me
preocupaba eran los frenos. Nada parecía suceder en ese departamento a menos
que se aplicara una fortísima presión debido a la clásica práctica
deportiva, de utilizar ferodos de gran dureza para eliminar el fallo de los
frenos.
Obtuve la
impresión de que la señorita demostradora sentía
que yo no había probado a fondo las posibilidades del Pegaso.
“Avisar‚ al Sr. Palacio”, dijo, “él le mostrará
lo que puede hacer”.
Y en verdad lo
hizo. El buen señor no hablaba inglés ni yo castellano. Tras sacar el coche
chirriando los neumáticos del aparcamiento de la agencia y tomar una estrecha
carretera rural señaló la palanca del cambio y me demostró que podía meter
todas las velocidades largas y cortas sin poner el pie en el embrague. Luego
marchando en 3ª a unos 130 km/h dio un golpe de volante y metió las ruedas de
la derecha en la cuneta. De otro volantazo y riendo a carcajadas salió de la
cuneta, todavía a unas 6.000 rpm y en 3ª. Moviendo la cabeza y sonriendo de
satisfacción se dirigió a mi en catalán. Pensó que estaba demostrando la
soberbia estabilidad del Pegaso. Marchaba por medio del tráfico
suburbano a unos 160 km/h. Después empezó a demostrar su capacidad de virada.
El coche tomaba las curvas mucho mejor de lo que lo hacían mis nervios. Y
llegamos al “coup de grâce”. Rápidamente nos aproximábamos a un cruce en
“Y” delante del cual había bastante arena sobre la carretera. Palacio
tiró del freno de mano, giró el volante y puso el coche de través, sobre la
arena. En el instante en que la zaga apuntaba a uno de los ramales de la “Y”
Palacio metió la marcha atrás retrocediendo por la carretera durante un
trecho, luego paró, metió la 1ª. y salió disparado. Después me enteré que
este espectacular modo de cambiar de dirección formaba parte del repertorio de Palacio.
El demonio sabía que había arena y había practicado sin duda esta maniobra.
Yo me gané el libro de instrucciones de lujo.
· Autor: Ralph Stein (“The World of Automobile”,
EE.UU.)
· Gracias a Lorenzo G. por enviar el texto.
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