Hubo un tiempo, queridos todos, en que las cajas de cambio eran un mero accesorio de los motores. Hubo una época en que los motores eran el centro del universo del automovil. Hubo un tiempo en que los motores tenían un par tan brutal a tan pocas revoluciones, que eran capaces de hacer arrancar con soltura coches, que más que coches eran esculturas rodantes, hechas con las maderas más nobles, los lacados más perfectos, los cromados más brillates y los cueros mejor trabajados que nunca se han visto. Hacían arrancar y hacían alcancar su velocidad de crucero sin el más mínimo esfuerzo, y todo ello EN DIRECTA, sin necesidad de utilizar el cambio. Eran motores largos, interminablemente largos, con 8 cilindros en línea, con cigueñales que desafiaban la imaginación del ingeniero más febril, que soportaban pares de torsión terribles, que con sus pistonadas lentas, cadenciosas hacían avanzar el coche metro a metro, majestuoso, imponente. Hubo un tiempo en que los motores no necesitaban las cajas de cambio más que para dar marcha atrás, y para arrancar con fuerte pendiente.
Hubo un tiempo en que los coches no necesitaban diecisiete marchas para moverse, ni cuentavueltas con la zona roja en las 7500. Hubo un tiempo en que los coches eran obras de arte, los mirases como ingeniero, como carrocero, o como propietario.
